UNA TEOLOGÍA SOLAR:
Los solsticios y equinoccios son los grandes hitos en el
movimiento del Sol en relación a la Tierra. Ya que la mayoría de las antiguas
religiones fueron en algún momento cultos solares, alrededor de estas fechas
naturalmente se congregan una gran cantidad de fiestas religiosas, ricas en una
enorme cantidad de símbolos. La religión en sus orígenes fue mayormente una
astroteología y la filosofía antigua fue mayormente una filosofía natural, es
decir, a partir de la observación de los ciclos naturales y de las relaciones
entre la Tierra y el Cielo se construyeron una serie de principios éticos y
soteriológicos. El hombre creyó comprender que el mundo en el que vivía era un
microcosmos del mundo superior, y así él mismo era una imagen que reflejaba al
Sol y su vida un emblema de las vicisitudes que enfrenta esta estrella en su
movimiento anual. La luz del Sol verdaderamente era la vida del ser humano y de
la naturaleza.
De aquí que los equinoccios y los solsticios sean puntos de
encaje en los que se engarzan las historias de los diferentes dioses: Cristo,
Mitra, Horus, Cronos, Dionisio, Huitzilopochtl, y muchos otros, tienen en su
mitología claras coordenadas de correspondencia con estas fechas. Algún
mitólogo, como Joseph Campbell, nos diría que se trata de una sola historia, la
historia del héroe de las mil máscaras. Diremos aquí que se trata de una sola
historia, la única historia: la luz que al inscribirse en el espacio hace el
tiempo.
Los solsticios –palabra que significa “sol quieto”– marcan la máxima polaridad de la luz. En el verano, el solsticio es el día más luminoso del año; la plenitud, la fuerza celeste que engendra y se disemina por la naturaleza y, sin embargo, en la máxima intensidad ya se puede percibir el declive de este esplendor. En el invierno, mientras que el solsticio es el día más oscuro del año, se celebra el renacimiento del Sol, que empieza a morir en otoño pero que prueba ser invencible (es el Sol Invictus de los romanos), pese a la sagrada vacilación de la muerte en su descenso al inframundo que es como un gesto teatral, como ocurría en los misterios de Eleusis, donde los adeptos tenían una experiencia de la inmortalidad de sus almas investida en el simbolismo de Deméter y Persefoné.
Los equinoccios marcan el equilibrio –la palabra significa
“noche igual”– el día y la noche duran lo mismo, se cancela por un instante la
dualidad, sólo para proseguir el eterno juego polar del ocultamiento y la
revelación. El equinoccio de primavera marca el inicio del año nuevo
astrológico, la renovación de la vitalidad, en la gran iniciativa de Aries
(regido por Marte, el planeta de la acción y el coraje). El equinoccio de otoño
es el heraldo de la muerte y del recogimiento. El signo del cual el Sol sale
para entrar en Libra justo en el equinoccio es Virgo, la Virgen, la arquetípica
diosa de la Tierra comúnmente identificada con Isis y Ceres, y que marca el
momento de atesorar los granos y prepararse para el invierno, la muerte y el
viaje al inframundo. Podemos pensar en los solsticios y los equinoccios como
los eventos nodales en la vida del Sol: su nacimiento, crecimiento, esplendor y
muerte.
La religión de la naturaleza que tenía en el Sol a su máximo
emblema de la divinidad vio en los movimientos del Sol y sus efectos en la
Tierra la revelación de las leyes esenciales de la vida. Un tiempo para
sembrar, un tiempo para cosechar, un tiempo para reunir, un tiempo para el
sosiego; tiempos donde había más energía, tiempos donde era menester conservar
esta energía, etcétera. El tiempo se revelaba como ritmo y sacrificio –los alquimistas lo llamaron solve et
coagula— y seguir ese ritmo era entonces estar en armonía con la ley del
cosmos, ley que era una manifestación del poder de la luz que encarnaba el Sol.
Esto en términos de la economía y la convivencia comunitaria pero también en
términos espirituales e individuales, recordando que, como pensaron los
filósofos pitagóricos, el alma era también un ritmo y, de hecho, el tono y el
tónico esencial del alma es el Sol.
La adoración de la naturaleza es la adoración de las
realidades de las cosas con una humilde resolución de aprender las lecciones de
la luz y la vida, de que, con el tiempo, nos convirtamos en honrados sirvientes
de esta Casa de la Refulgencia. Todas las religiones han tenido dioses de la
luz y estos dioses de la luz son dioses del amor. Son deidades que protegen,
preservan, elevan y redimen toda forma de vida en la naturaleza.
El poeta neoplatónico Ralph Waldo Emerson, caro a Manly P.
Hall, escribió en su ensayo sobre la Súper Alma: Desde dentro o desde atrás una luz brilla a
través de nosotros hacia el mundo y nos hace tener conciencia de que no somos
nada, pero la luz es todo. Un hombre es la fachada de un templo en el que todo
el bien y la sabiduría residen”. En la
luz están todas las cosas y para que podamos reconocer esto debemos hacernos
nada, dejarnos atravesar por la luz, vaciando nuestra personalidad para que
pueda expresarse a través de nosotros la totalidad, lo cual es una forma de
rendirle culto al Rey, al Sol, que es el símbolo visible de la Luz del
Absoluto.
Esta vida que conocemos brillando eternamente ha sido
distribuida como la fuente de la vida individual, luz individual. Y así también
la luz como la vida penetra en nuestro interior; el gran núcleo de luz-vida en
nosotros es el corazón. El corazón es donde eternamente late el tambor de los
dioses. Es aquí donde late el tambor de Shiva, según los sabios de la India, el
sonido que emana el pulso que sostiene la vida. En todos lados encontramos
símbolos, y en donde hay símbolos encontramos la historia del Sol Victorioso,
la misteriosa luz universal que iluminó el ser de todas las cosas, y esta luz y
este poder es la vida de los hombres.
La luz es vida pero también es el símbolo de la sabiduría,
de la verdad que libera de la ignorancia y la ilusión de que perecemos con el
cuerpo, como el Sol que renace en el solsticio. En el conocimiento de la luz,
en la conciencia humana que es en realidad una extensión de la Mente Universal,
está la certidumbre de la inmortalidad, la paz y la alegría.
El filósofo neoplatónico Porfirio señala que el solsticio
está regido por Saturno debido a que el Sol ingresa en el solsticio al signo de
Capricornio, y es por ello que en estas fechas se celebraban las Saturnalias en
Roma, las festividades que subvertían el orden establecido, regresando lúdica y
simbólicamente a una especie de Arcadia o edad dorada (la cual se supone era
regida también por el viejo Saturno, dios de la agricultura).
Tradicionalmente en la astrología se dice que Capricornio es
la puerta de los dioses (o inmortales) y Cáncer (el signo que se encuentra a
180 grados de Capricornio) es la puerta de los hombres. Esto se debe a que en
el esquema de Ptolomeo, en el cual está basada la astrología (y también el
esquema hermético), el cosmos está formado por siete esferas planetarias,
siendo la más baja la Luna (la cual rige Cáncer), la cual marca el ingreso de
un alma al mundo material, y la más alta la de Saturno, la cual marca el
regreso de un alma al mundo espiritual o a la octava esfera, la de las estrellas
fijas (en el descenso del alma el orden se invierte y Saturno es la primera
esfera). La lectura de Porfirio entonces sugiere que el hecho de que los
esclavos fueran liberados durante la Saturnalia simbolizaba la liberación de
las almas de la prisión del mundo material (a través de la puerta de
Capricornio). Tenemos claramente aquí la noción de que la muerte es una posible
puerta a una vida más alta, a una regeneración espiritual (algo común a todas
las tradiciones, pero será retomado directamente por la alquimia con este mismo
simbolismo saturnino).
Algunos de estos teólogos consideran a Cáncer y a
Capricornio como dos puertos; Platón los llama las dos puertas. De ellas,
afirman que Cáncer es la puerta a través de la cual las almas descienden, y Capricornio
aquella a través de la cual ascienden, y cambian una condición material por una
condición divina del ser. Cáncer, de hecho, está al norte y adaptado al
descenso: pero Capricornio, está al sur, y acomodado para el ascenso. Y así es,
las puertas de la cueva que mira hacia el norte tienen gran portento, el cual
se dice que es previo al descenso del hombre: pero las puertas del sur no son
las avenidas de los dioses, sino de las almas ascendiendo a los dioses. Bajo
esta consigna, el poeta [Homero] no dice que sean el pasaje de los dioses, sino
de los inmortales; dicha apelación es común a nuestras almas, ya sea en toda su
esencia, o en particular en una porción excelsa, son denominadas inmortales.
Los romanos celebran su Saturnalia cuando el Sol está
en Capricornio, y en esta festividad, los sirvientes usan los zapatos de
aquellos que están libres, y todas las cosas son distribuidas comunalmente
entre ellos; el legislador sugiriendo con esta ceremonia, que aquellos que son
sirvientes en el presente, serán más tarde liberados por el festejo de la
Saturnalia, y por la casa atribuida a Saturno, en Capricornio; cuando revivan
en el signo, y se hayan despojado de las vestimentas materiales de la
generación, regresarán a su felicidad prístina, a la fuente de la vida.
Esta idea de la puerta de los inmortales encontrada en
Capricornio en cierta forma reaparece entre los alquimistas, quienes, en esta
época en la que toda la vida está concentrada en el subsuelo, buscaban la
materia prima que tendrían que nutrir con “la sangre del león verde” (el
espíritu vegetal), las sales y el rocío. Es bajo el dominio de Saturno, de la
muerte del Sol y de la bilis negra que inicia la primera fase de la alquimia,
el nigredo, la cual culminará en la obtención de la piedra de los filósofos o
la medicina universal. Saturno a su vez es el guardián de la Puerta del
Caos desde donde se accede a la Vía
Láctea (“el semillero de almas”), según el Poimandres de Hermes Trismegisto, el
último escollo para la liberación del alma (también símbolo del karma y de lo
necesario) y de la inteligencia más alta.
Saturno es paradójicamente el guardián del oro verdadero, de la misma manera que la filosofía encuentra su ultimo sentido en la muerte, según Sócrates era fundamental dominar el arte de saber morir, de seguir la propia conciencia y separarla del cuerpo y de las ilusiones materiales.
La alquimia ama la conjunción de los opuestos y no es de
extrañarse que justamente en la muerte, en este período de agonía y decrepitud,
se haga presente la vida, la semilla áurea, la luz inmortal.
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